[Entrevista] «Salirme a ratos del realismo y deformar los espacios» [Rodolfo Reyes Macaya, autor de Crin]

Por Álvaro Gaete

Rodolfo Reyes Macaya (Punta Arenas, 1988) es autor de los libros de poesía La proximidad del tsunami (2015), Nogales (2017), Yanacona (2019) y Manchas de humedad (2019), textos caracterizados, en mayor o menor medida, por su hibridez o incomodidad con los límites del género. De ahí que resulte natural su ingreso a la narrativa con Crin, novela recientemente publicada por la editorial Overol.

En Crin, Cintia (la protagonista) es abandonada por su madre y experimenta el mundo a la distancia, como si los acontecimientos de su vida le sucedieran a otra persona. La novela se nos presenta como un acercamiento a lo monstruoso, a lo que sale por debajo de las rocas. Nos aferra a un arma y a un caballo, como si no fuera necesario nada más para pasar por este mundo.

—¿Cómo es que tus trabajos anteriores marcan la escritura de Crin?

—Hay técnicas que se van puliendo y vicios que se profundizan y que dan la imagen de un estilo. Renuncias, aciertos, desconfianzas, persistencias. A nivel temático, si Manchas de humedad era sobre un hombre solo en una ciudad extraña, Nogales sobre un cuidador de una plantación de nogales, Yanacona sobre un traidor en los bosque de Ngulumapu, Crin es más bien sobre una mujer abandonada por su madre que decide hacer algo con eso en un pueblo al borde del mar.

Tal vez todas las búsquedas anteriores fueron borradores de esto nuevo. Un modo de narrar cercano al fraseo de los versos: condensar en lugar de desplegar. Formas breves. Síntesis. Hoy trabajo en otra cosa donde intento hacer lo contrario, abrir más, trabajar con tiempos más largos.

—La novela comienza en la infancia de Cintia, una niña que crece en Lemucuyén, en las afueras de la zona central. Desde temprano nos somete a una brutalidad que no sorprende a los personajes. Uno de los detalles que marcan la brutalidad tiene que ver con la aparición del humor, como la presencia de Natre. ¿Nos podrías hablar de esa zona de contrastes?

La ironía nos regala un distanciamiento emocional para abordar los problemas desde otra perspectiva; en este caso, breves irrupciones para sopesar la dureza y la violencia de las prácticas sociales.

A mí, como lector, me carga ser manipulado a través de mis emociones y los golpes de efecto; por lo mismo, el humor sirve para evitar eso, porque te saca un poquito.

Me interesan harto los matices que hay entre el horror y el bienestar, menos que esas categorías absolutas. Es la riqueza de los personajes, su aspecto enigmático. ¿Son buenos, malos? No son personas, pero a veces actúan como si lo fueran, y como tales son capaces de todas las escalas éticas y emocionales. Como esos niños violentos dirigidos por el Alien, que en secreto cuidan a unos chanchos lechones como si fueran sus guaguas.

—¿Por qué en Lemucuyén?

Era un lugar medio indeterminado, abierto, y, por ende, podía salirme a ratos del realismo y deformar los espacios. En esa época andaba aprendiendo mapudungún y los topónimos de la zona centro-sur del país están llenos de palabras así. Un lugar donde la arena negra se encontraba con las plantaciones, los monocultivos. Lemucuyén, bosque arenoso, un lugar en el que pasan cosas importantes que no son escuchadas.

—Cintia crece en el paso de los años noventa a los dos mil, la famosa «transición a la democracia». ¿Qué decisiones rondaron esto?

Era algo que quería explorar, obsesiones en torno a la infancia y en torno a personas que conocí en esos años, de niño, en lugares bien similares a Lemucuyén. Historias truculentas que se contaban que hundían sus raíces en la noche de los tiempos, pero al mismo tiempo con un barniz de modernización; otros accesos de las clases populares que se juraban clase media, la gente de la ciudad que salía a vacacionar en masa a balnearios de la costa, la construcción de casas que solo se usaban cuatro semanas al año pero que tenían un impacto grande en los ecosistemas, la expansión de un capitalismo depredador, etc. Y a principios de los dos mil, el internet y el axé.

—¿Y por qué narrarlo desde Cintia y no desde la primera persona?

Fue todo un tema. Al principio encontraba medio barsa narrar en primera persona: yo no he vivido una vida de mujer en los extrarradios de la provincia. Pero esto no impide una aproximación literaria, narrar como ejercicio de empatía y también como investigación.

Anduve probando, y la decisión al final fue más literaria que ética. Como que el texto me exigía ese tipo de narrador, que se acerca, que se aleja, que tiene sus propias obsesiones y las hace evidentes. Un narrador que podría ser el hermano de la protagonista escribiendo un libro debajo de la higuera.

—¿Cuál es la importancia de los caballos?

Los caballos podrían ser parte de algo abierto: fuerza vital, fidelidad, nobleza, humildad, nostalgia, libertad, etc. Podrían significar lo contrario a la máquina y a todo eso que tanto caracteriza nuestro día a día, como un reducto. En este caso particular, tiene que ver con los caballos viejos que han sido reventados y abusados por los paseadores en un balneario de turistas. Tiene que ver con los cuidados de un hombre humilde, el Negro, que le transmite el oficio de cuidador de caballos a Cintia en su infancia. Y tiene que ver con las formas mecanizadas y la ingeniería de los criaderos modernos, que piensan en razas, en optimizar un producto y en vender. También podrían tener que ver con la manera en que Cintia resiste a la brutalidad del entorno.

Lo cierto es que los caballos eran recuerdos para mí. Cuando niño aprendí a montar en una yegua que se llamaba Chamantera y era mansita, tenía un problema en una de sus patas. En algún momento quise recordarla y se empezó a escribir otra cosa.

—Me llama mucho la atención la musicalidad, la importancia de una lengua anterior en los primeros capítulos. Eso y la velocidad. La aparición abrupta de los hechos, que toman importancia en su acumulación. ¿Cuál es la importancia de esta forma al momento de narrar?

Podría ser leída como una falla esa aparición abrupta de acontecimientos enunciados, pero una vez que se insiste conscientemente en el error, este se transforma en otra cosa. Para Crin esta fue la forma que más me hizo sentido: no detenerse más que lo necesario o lo imprescindible. Moverse rápido, al galope y evitar las descripciones farragosas, pero no por ello renunciar a los matices de la lengua, que es también un órgano que antes de vibrar pide un calentamiento previo.

—En un relato de El caballo y el gaucho, de Pablo Katchadjian, una chamán dice que la vida de una persona puede ser analizada a partir de tres hitos (o tres esencias). La vida de Cintia, que parecía destinada a ser la próxima «bruja» de la localidad, toma otras vías y caminos, adquiriendo así mayor importancia los silencios que rodean el texto. ¿Por qué te interesaba que aparecieran esas ausencias?

Otro decía que, para contar la vida de una persona, uno podría limitarse al momento en el que esa persona sabe para siempre quién es. Hay algo de eternidad en ese momento. Y es algo que muchas veces solo puede contarse a partir de negaciones. Supongo que todo relato es un acto de calibrar ausencias. Las ausencias me parecen inevitables. Tal vez hay quienes quisieran mostrarlo todo: lo imposible. Pero las historias están llenas de ellas. Me imagino que narrar es algo así como ir dejando migas por el camino o ir armando pequeñas plataformas para quien cruza un río a nado y de vez en cuando necesita descansar.

Supongo que la vida de Cintia tenía hartas imposiciones, tantas que chocaban entre sí y causaban mucho daño. Al fin lo que uno es, más transitorio que eterno, se debe en buena parte a los caminos que no siguió y a los enfrentamientos con las presiones externas que te empujaban a elegir una u otra cosa.

—En 2019 publicaste Manchas de humedad, libro de poesía que surge a partir de uno anterior, La proximidad del tsunami (2015). ¿Qué lugar ocupa la reescritura en tu trabajo?

En un momento pensé que reescribir podría significar mejorar. Pero luego me di cuenta de que no. Tal vez reescribir implique volver a vivir un proceso de escritura y hacerlo confluir con lo que uno es, con lo que uno ha cambiado. Hay una cuestión obsesiva, una persistencia. Un texto fijado o una edición definitiva es una fantasía casi tan grande como el mito del autor. Ahora intento desapegarme, pero estoy casi seguro de que volveré a rumiar textos viejos hasta sacármelos de encima.

 

 


Álvaro Gaete Escanilla (Lo Espejo, 1994). Editor en las revistas digitales Jámpster y la extinta Tatami. En 2016 obtuvo una mención honrosa en el Premio Roberto Bolaño, categoría poesía, y el 2019 en novela. Ha sido becario de la Fundación Pablo Neruda (2018) y del Fondo del Libro y la Lectura (2019). Poemas suyos aparecen en Maraña. Panorama de poesía chilena joven (Alquimia, 2019). Miembro del equipo editorial de Jámpster Libros.

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